Cuando contemplas Ordesa por primera vez. Cuando tomas la curva que da acceso al valle encantado y se presentan ante ti sus caprichosas murallas. Cuando te colocas debajo de ellas buscando tu vía y te entra torticulis. Cuando no logras entender como es posible subir por ahí.
Es en ese instante, cuando descubres, que hay lugares en el mundo en los que rigen otras leyes.
¿Cómo es posible que bloques superpuestos unos encima de otros, sin orden ni concierto, cómo si un niño travieso los hubiera colocado al azar, se sujeten entre si? ¿Cómo es posible que los largos de IV desplomen? ¿Cómo es posible que se sostengan estas caóticas paredes?
Para mi, la física y la gravedad no contestan a estas preguntas. Al final, la única respuesta que encuentro, es que Ordesa es una extraña y misteriosa joya, donde las gemas se engarzan como por arte de magia.
Parece un castillo de naipes en el que si tocas la carta incorrecta se vendrán todas abajo. Y escalas con la constante sensación de que todo se mueve. Y cómo todo se mueve tu también debes moverte con todo. Es un baile físico, orgánico y mental.
Muchas veces me habían hablado de Ordesa. De la dificultad, de la exposición, de la peculiaridad de su escalda. «Es como escalar electrodomésticos, neveras, lavadoras, microondas» me decían algunos. «Ojo donde te agarras, aquí no te puedes fiar de ningún bloque» me decían otros. «Si escalas en Ordesa puedes escalar en cualquier lado» y «esto son palabras mayores, si las demás son escuelas, Ordesa es la Universidad», y así una infinidad de mensajes que hicieron que mi curiosidad aumentará a la par que mi miedo. ¿Cómo sería realmente? ¿sería capaz de enfrentarme a esa escalada?
Por mucho que me dijeran unos y otros, hasta que no empiezas a navegar por esos mares revueltos de bloques no te lo imaginas de verdad. Aquí, en la universidad, se escala con todo el cuerpo. Nada de finuras, aquí apoyas rodillas, codos, te subes a caballito, te metes de cabeza en las chimeneas. Aquí empotras dedos, manos, brazos, pies, caderas y hasta el casco si hace falta.
Vicky tampoco había escalado antes en Ordesa. Y cómo ninguna lo conocíamos, nos pareció buena idea enfrentarnos a nuestros miedos y descubrirlo juntas. Elegimos la «Voia Ravier»abierta en 1957, una clásica indispensable.
Me gusta todo, el tacto de la roca, las vistas sobrecogedoras, la continua sensación de vació, el buscar el camino que otros descubrieron mucho antes de que naciéramos, las risas compartidas. Me gusta hasta arrastrarme por las chimeneas, pero lo que más me gusta es imaginarme allí a los aperturistas, en esa época y con ese valor. Hoy, con la reseña en la mano, dónde ves que vas a encontrar, parece imposible que esos dos bloques gigantes y paralelos formen una chimenea. Resulta sorprendente que se pueda ascender por la roca marmórea de su interior, que exista un camino entre el caos y que además sea un camino tan hermoso.
Echamos como siempre a suertes los largos, la pajita más corta empieza. Y la fortuna decide que me tocan todas las chimeneas, para mi será un día de aprendizaje en el arte del gusaneo, que me vendrá genial para la Rabada-Navarro.
Llevo años con la meta de recorrer los caminos que abrieron estos grandes maestros aragoneses, a los que tanto admiro. Después de «la Edil» a la Aguja Roja en Riglos, de vivir la travesía que recorre la cara Oeste del Naranjo de Bulnes, en su cincuenta aniversario, sobre un mar de nubes. De vibrar dando la vuelta al Fire y de escalar el Puro por su cara Norte. Mi ilusión para esta concentración era escalar la «vía Rabada-Navarro» del Pilar del Cotatuero.
Desde el primer día buscaba acompañante, todas las noches proponía mi deseo al grupo. Pero otras vías ocupaban la mente de mis compañer@s. Yo aguardaba en silencio a que alguien dijese «Sí». Y este, fue Marc. Nunca habíamos escalado juntos, a pesar de que llevamos año y medio en el equipo. Pero no pudimos elegir mejor actividad para el estreno.
Desde el primer largo la roca es excelente, cada reunión es un mirador más hermoso que el anterior, al que llego cansada y adrenalínica perdida, tras los aéreos largos y las travesías.
Sin darme apenas cuenta, me planto bajo el techo de «Zaratustra» y me visualizo allí colgada de esos clavos invertidos, mi mente se llena de imágenes y sueños, algún día. Por ahora me centro en el desplome en travesía que nos toca a nosotros y me tiemblan las piernas.
Marc pelea el largo y a mi me toca desmontarlo, vibro en cada paso hasta que llego a la chimenea hueca donde me empotro con la mochila de lado y tomo aire.
Bajo mi cuerpo el vació sobrecogedor, no quiero columpiarme en péndulo entre seguros. Siempre me dieron más respeto las travesías de segunda. Y esta, en particular, me impresiona como pocas.
Mi admiración por Alberto Rabadá y Ernesto Navarro es infinita.
Decidimos tomar la variante directa, dos largos de diedros técnicos, y espectaculares que Marc disfruta con templanza, nos dejaran en la parte final de la travesía original que recorre todo el Pilar y que nosotros admiraremos a lo lejos. Luego otros dos largos duros, con inicios aún más duros. Donde bien creo que el famoso paso de hombros sería una herramienta ideal, lastima que ya no la usemos.
Y vienen las chimeneas, me toca a mi empalmar largos. tras la «Ravier» escalo decidida. El primer largo me ayuda a calentar motores, hasta adentrarme en el segundo largo donde la chimenea se estrecha y se hace más profunda. Entro en Mordor de cabeza literalmente y hasta la temperatura es diferente en los confines de la roca. Giro, vuelvo a girar, doy tres vueltas dentro y mi cabeza da más vueltas aún. Infinitas posiciones, grito, me arrastro, y voy ascendiendo. Protejo donde puedo y cuando puedo. Y llego a la Reunión pletórica y cargada de energía.
Tres largos quedan de chimeneas interesantes, más trepada final y llego a la cumbre. Una vez en ella me maravillo de nuevo con el entorno, la cascada, el sonido del agua.
Aseguro a Marc al cuerpo, en honor a estos dos amigos, estos dos grandes montañeros. Y los imagino hace 55 años, llegando a cumbre de noche, exhaustos y radiantes tras tres días en la pared (en el segundo intento) después de esa magnifica apertura. Después de semejante hazaña.
Agosto, 1961.
«Unos metros más arriba, Navarro sube una bonita chimenea, que ni hecha a medida de cada talla, por la que se progresa con rapidez; y tras nueva reunión, ya de noche, seguimos apresuradamente hacia la cima, salvando dos largos de cuerda por una chimenea engañosa que aparenta unos techos en la oscuridad, que resultan –afortunadamente- buenos de pasar. En otro largo de cuerda más a cargo de mi compañero oigo algo de arriba y, apresurándome aún más, me encuentro trepando por una ladera herbosa cubierta lo mismo puede ser de edelwais, que de margaritas sobre los que reposaremos esa noche, que bien merecido lo tenemos.” Alberto Rabadá.